
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial.
Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará».
Mt 6, 1-6.16-18
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
El Evangelio nos da la ley de la caridad, muy bien definida por las palabras y ejemplos constantes de Cristo, el buen Samaritano. Él nos pide que amemos a Dios y a todos nuestros hermanos, sobre todo los más necesitados. La caridad, en verdad, nos purifica de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda la humanidad. La caridad es exigente pero confortadora, porque es el cumplimento de nuestra vocación cristiana fundamental y nos hace participar en el Amor del Señor.
Nuestra época, como todas, es la de la caridad. Ciertamente, las ocasiones para vivir esta caridad no faltan. Cada día, los medios de comunicación social embargan nuestros ojos y nuestro corazón, haciéndonos comprender las llamadas angustiosas y urgentes de millones de hermanos nuestros menos afortunados, perjudicados por algún desastre, natural o de origen humano; son hermanos que están hambrientos, heridos en su cuerpo o en su espíritu, enfermos, desposeídos, refugiados, marginados, desprovistos de toda ayuda; ellos levantan los brazos hacia nosotros, cristianos, que queremos vivir el Evangelio y el grande y único mandamiento del Amor.
Informados lo estamos. Pero, ¿nos sentimos implicados? ¿Cómo podemos, desde nuestro periódico o nuestra pantalla de televisión, ser espectadores fríos y tranquilos, hacer juicios de valor sobre los acontecimientos, sin ni siquiera salir de nuestro bienestar? ¿Podemos rechazar el ser importunados, preocupados, molestados, atropellados por esos millones de seres humanos que son también hermanos y hermanas nuestros, criaturas de Dios como nosotros y llamados a la vida eterna? ¿Cómo se puede permanecer impasible ante esos niños de mirada desesperada y de cuerpo esquelético? ¿Puede nuestra conciencia de cristianos permanecer indiferente ante ese mundo de sufrimiento? ¿Tiene algo que decirnos todavía la parábola del buen Samaritano?
Al comienzo de la Cuaresma, tiempo de penitencia, de reflexión y de generosidad, Cristo nos llama de nuevo. La Iglesia (Comunidad de bautizados), que quiere estar presente en el mundo, y sobre todo en el mundo que sufre, cuenta con vosotros. Los sacrificios que haréis, por pequeños que sean, salvarán cuerpos y confortarán espíritus, y la “civilización del Amor” no será ya una palabra vacía.
La caridad no vacila, porque es la expresión de nuestra fe. Que vuestras manos se abran pues cordialmente para compartir con todos aquellos que vendrán a ser por ello vuestro prójimo.
«Servíos unos a otros por la caridad» (Gal 5, 13).